sábado, 28 de febrero de 2015

Experimento conmigo misma

Ayer, como todos los viernes, tenía baile. Para el baile que yo hago, hay que llevar ropa suelta, porque queda todo como más vistoso. Normalmente, los pantalones de estilo "cagados" que me pongo, los llevo en una mochila y me los pongo justo antes de empezar la clase. Tengo cuatro o cinco distintos, porque me parecen comodísimos y muy bonitos, todo hay que decirlo. Pero ayer, viendo que iba a llegar tarde y que no podía ponerme a cambiarme allí con la clase empezada, decidí ir desde mi casa con ellos puestos. Los pantalones en cuestión son unos pantalones gris plata sin brillo, muy bonitos, "cagados" hasta más abajo de la rodilla y ayer estaban nuevos a estrenar. De hecho, si no fuera porque llevan goma alrededor de los tobillos, parecerían una falda. Es el típico atuendo que se ponen los "hippies" (o las bailarinas de la danza que yo practico). Pues bien, ayer mi madre no podía llevar en coche, por lo que tuve que ir andando yo sola a un sitio que está a quince minutos andando rápido de mi casa, con un atuendo que no es el normal en chicas de mi edad. Al principio, siquiera salir a la calle así me pareció todo un reto, no porque no me gustase cómo iba vestida (que a mi me encantaba porque amo ese tipo de ropa), sino por el "qué dirán". Nada más salir de mi portal me encontré con un grupo de chicos que tenían pinta de ser un par de años más pequeños que yo que se me quedaron mirando muy descaradamente y se pusieron a cuchichear señalándome, sin disimular ni nada. Rápidamente me puse colorada como un tomate, me moría de la vergüenza y solo quería subir corriendo a mi casa para cambiarme. Pero tenía que estar en baile en diez minutos e iba a tardar quince, así que si no quería llegar aún más tarde debía seguir. Y eso hice. Seguí mi camino, cruzándome con más y más grupos de chicos y chicas de mi edad más o menos a medida que me acercaba al centro del pueblo. Al principio, cuando les veía mirarme y escuchaba sus risitas a la que pasaba por su lado, agachaba la cabeza y me ponía colorada como un tomate. Pero también, a medida que me acercaba más al estudio de baile, me iba dando cuenta de que no tenía por qué avergonzarme, porque llevaba la ropa que yo quería y que a mi tanto me gusta. Poco a poco, tras cada grupo con el que me iba cruzando, iba agachando menos la cabeza, hasta que llegó el punto en que dejé de agacharla y empecé a sonreírles. Que me viesen a mi sonreírles y yo verles la cara que se les quedaba de "¿pero por qué sonríe?" era super divertido. Ya en el centro del pueblo, a una calle de la sala de danza, a tres minutos andando, ya no eran solo los chavales y chavalas quienes se me quedaban mirando: gente adulta, padres y madres, me miraban y me sonreían, y los ancianos me miraban con cara de "por fin hay una diferente". Era una sensación gratificante, me sentía el centro de las miradas de todo el mundo y no me sentía rara, sino especial y en el buen sentido de la palabra. Pero lo mejor estaba aún por llegar. Tan convencida y tan segura de mi misma me veía, que cuando estaba a punto de entrar al edificio en el que doy las clases de baile, una chica me dijo, toda borde ella "hija, que raro vistes" y yo, tan tranquila, le dije "que no vista como tú no significa que vista raro, significa que no visto como todo el mundo, que soy original y que tengo un mínimo de personalidad". Ella se quedó con cara de póker. Bueno, ella y todas sus amigas, que creo que hubiesen esperado cualquier tipo de reacción menos esa. Tras dejarla con la palabra en la boca, me fui tan contenta a bailar.

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